Esta reflexión está dirigida únicamente al “engaño” que hacemos a los niños en referencia a quien aporta los regalos en la gran noche mágica.
Si aceptamos el criterio universal de que el fin no justifica los medios, no creo que se pueda justificar la “mentira” de Los Reyes Magos en defensa del mantenimiento de una ilusión, máxime cuando tengo dudas de la bondad de la mentira.
Cuando un niño, mucho antes de lo que pensamos los adultos, conoce la verdad, y ésta no le ha sido desvelada por los padres en el momento adecuado, puede desarrollar un sentimiento de culpabilidad por haber roto el encanto del secreto que le obliga a buscar mecanismos de defensa básicos, como el disimulo y la negación de la verdad, para no ser descubiertos.
En este punto puede saltar la duda, ¿Estamos enseñando a los niños a mentir por primera vez?
Cuando intentamos establecer con los pequeños un código de comportamiento en nuestras relaciones basado en la verdad y en la necesidad de transparencia, el concepto pierde todo su valor, porque la mentira no tiene tamaño ni naturaleza, y nunca tiene justificación, simplemente es una mentira, una distorsión premeditada de la realidad y en la que ya hemos caído.
Posiblemente, cuando en su entorno se le ha desvelado la verdad, ha podido defender la “mentira” con la suficiente vehemencia como para sentir posteriormente un ridículo difícil de perdonar, agravando los efectos de la farsa.
Quiero defender la posibilidad de disfrutar de la noche de Reyes como se disfruta de cualquier otra fiesta laica, participando de un espectáculo que impregna la calle de misterio y alegría fomentando los valores para crear la ilusión sin necesidad de recurrir al “engaño”.